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domingo, 10 de junio de 2018

EL CISNE




EL CISNE 
Siempre recorría el mismo camino para ir de mi casa al despacho. Para hacerlo tenía que cruzar un parque. En él había un lago que, aunque artificial, su diseñador había sido tan hábil que parecía natural. 
Solía pararme en un kiosco en el que se podía desayunar o tomar el aperitivo, mientras observabas los patos que nadaban en el agua de aquel estanque.
Y estaba allí cuando apareció. En los últimos meses lo había visto muchas veces; siempre hacía lo mismo, llegaba a las doce; se sentaba en el banco que había junto a la orilla y silbaba. Enseguida aparecía un cisne blanco como la nieve. Era un ave espléndida, aunque en ella se podía adivinar, como si fuera humana, una nota de tristeza y soledad. Era la viva imagen de la elegancia, la serenidad y la aceptación de una honda pena que la estaba consumiendo. 
Parecía deslizarse sobre una pista de hielo más que nadar sobre las aguas, que se abrían dejándole paso, en mudo mensaje de reconocimiento a su pena.
Había oído a uno de los jardineros que se sentaban allí a almorzar que su compañera había aparecido muerta junto al nido que tenían en la orilla, que aquello lo había sumido en aquel estado y que la única compañía que aceptaba era la del anciano.
Éste, tras el silbido acercaba la mano al borde del lago y, en cuanto el ave la veía, daba comienzo un ritual que se repetía diariamente. El cisne nadaba rápidamente en derechura hacía donde él se encontraba y, sin perder ni un ápice de su gracia y delicadeza, cuando parecía que se iba a salir del agua, con un giro grácil, torcía hacia su derecha, se alejaba unos cinco metros, volvía y pasaba frente a él, dirigiéndose hacia la izquierda otros cinco metros y regresaba de nuevo. El ritual se repetía varias veces hasta que el hombre, metiéndose la mano en el bolsillo, sacaba una bolsita que contenía granos de maíz. Como si aquello fuera un reloj que señalara la hora de comer, el cisne interrumpía sus vueltas y se paraba a un metro, justo delante de donde él se encontraba y esperaba. El octogenario, pues esa era la edad que calculaba tenía aquel hombre, alargaba la mano con un grano y él delicadamente, para no hacerle daño, lo cogía con su fuerte pico naranja. Enseñarle a hacerlo así le había costado mucho tiempo y algún que otro picotazo, pero al final se habían entendido y el ave sabía que, si le picaba, no había maíz. Si aquel día tenía más hambre, el anciano levantaba una mano y al momento un jardinero se acercaba, intercambiaba unas palabras con él, recibía un billete e iba a al quiosco cercano donde compraba más maíz, luego intentaba darle las vueltas y siempre recibía la misma respuesta:
-Quédeselo por las molestias.
Una vez terminado el ritual de la comida, cisne y hombre se quedaban solos mirándose fijamente, parecía que estuviesen en un mundo propio, exclusivo, que solamente ellos compartían. Aunque estaba seguro de que no podía ser, me era imposible dejar de pensar que se comportaban como dos íntimos amigos 
Aquello no significaba que el cisne descuidase sus obligaciones. En el lago había varios patos blancos, gansos y ánades que llegaban para invernar desde las lejanas tierras de Holanda y Escandinavia y, que habían encontrado el lugar lo suficientemente cómodo para no seguir su viaje hacia África. Eran éstos los que solían causarle más problemas. Desconociendo las reglas que había impuesto para mantener la paz, se perseguían los unos a los otros y alborotaban hasta que podían con su paciencia. Entonces se apartaba de donde estaba e imponía la paz con su sola presencia. Solamente una vez vi que aquello no era suficiente.
Un pato de cabeza negra y un verde plumaje, que refulgía al darle el sol, acababa de posarse en el agua tras su largo viaje, y enseguida trató de montar a una hembra de otra especie. Inmediatamente se escuchó un graznido de cólera, procedente de la orilla contraria a la que nos encontrábamos y un chapuzón: su compañero se había lanzado al agua y acudía en su socorro. Pero no hacía falta el cisne cumpliendo con sus obligaciones había llegado antes y había dado al atrevido un fuerte picotazo, indicando, de ese modo, al díscolo visitante que aquello no se permitía allí. Tras recibir el correctivo, el pato entendió que había unas reglas que debían ser cumplidas, y emprendió una retirada estratégica hacia el extremo más distante del lago donde, como yo ya había observado de otras veces, iban todos los que, por cualquier causa, habían agotado la paciencia del rey y habían sido castigados.
Impuesta la paz y calmados los ánimos, la majestuosa ave, daba una vuelta por sus dominios, como diciendo, “aquí mando yo y no permito que nadie abuse de los demás”. Después volvía junto al anciano y parecía que, antes de reanudar su silenciosa conversación, no sé definirla de otro modo, le pedía nuevas disculpas por la interrupción.
Todos pensaran que es imposible lo que voy a decir e incluso opinar que no estoy cuerdo al decirlo, pero si alguien me hubiera preguntado qué hacían, hubiera contestado sin dudar: “están hablando”.
Una tarde, mi curiosidad me hizo preguntar al jardinero:
- Perdone, he visto que aquel señor – dije indicándoselo - viene todos los días. ¿Sabe quién es?
- Desde luego, es el señor Martínez. Antes venía con su mujer por aquí de vez en cuando. Ahora lo hace todos los días a la misma hora y permanece un buen rato junto al cisne. Y, tras dudar un momento, dijo lo que yo me decía, Pensará que estoy loco, pero afirmaría que hablan entre ellos. – tras lo que me miró con recelo, como temiendo que me burlase de él.
- Es extraño, pero yo también lo diría – pensé.
Al día siguiente, en cuanto vi que llegaba y se acomodaba me acerqué muy decidido y me senté en el banco. El anciano me miró con una sonrisa y educadamente me saludó:
- Buenos días. 
- Buenos días - contesté - ¿El cisne no viene hoy?
- Es muy tímido y no lo conoce, ahora le llamaré, creo que podré convencerle de que no le va a hacer daño.
Sin hacer caso de la cara de perplejidad que puse, lanzó un agudo silbido y la blanca ave apareció por uno de los canales en que se dividía el lago. Se acercó nadando y se paró a unos dos metros. El señor Martínez, se lo quedó mirando fijamente; sus labios se movían como si modulasen sonidos en un idioma inaudible pero que hizo su efecto, el cisne comenzó su ceremonia habitual y acabó por pararse a un metro exacto, mi compañero alargó el brazo y le dio un grano de maíz. Luego pareció escuchar y me dijo, como la cosa más natural del mundo:
- Pregunta si Ud le va a dar también de comer. No tenga reparo en hacerlo con la mano, no le hará daño, está muy bien educado. 
Muy asombrado, metí instintivamente la mano en el bolsillo y encontré unas galletas.
- Tengo galletas. ¿Puedo dárselas? – contesté.
Otra vez pareció como si intercambiaran una rápida conversación y por fin replicó:
- Sí, le gustan mucho.
Automáticamente le alargué una que cogió con todo cuidado con su pico. Mi curiosidad pudo a mi prudencia y pregunté:
-Perdone. ¿Cómo sabe que le gustan?
- Carallo - contestó – porque me lo ha dicho.
- Si claro – tartamudee – se lo ha dicho.
Se me quedó mirando y rompió a reír. Tenía una risa fresca e impropia de la edad que aparentaba. Cuando terminó de reír dijo:
- Entiendo. Uds es de los que no creen que los animales hablen con los hombres.
- Pues sí – respondí. Aquel hombre tenía que estar loco ¿En otro caso como me decía que los animales hablaban?
- ¿Puedo preguntarle por qué? – preguntó.
-.Ninguno lo ha hecho hasta ahora. 
-¿Cómo qué no? ¿Es qué no conoce a Melampo?
- Pues no. ¿Quién es?
-Era un griego, al que los dioses le concedieron esa facultad, por cuidar a unas crías de serpiente. Éstas le abrieron los oídos escupiendo en ellos para que pudiera entender el lenguaje de los animales.
- ¿Me está diciendo que a Uds. también ha criado una serpiente y ésta le ha escupido en el oído y los dioses le han permitido hablar con los animales? – pregunté con ironía, para excusarme al momento por mi impertinencia, mientras pensaba que la mitología griega era muy bonita, pero no dejaba de ser un mito, pero su contestación me dejó perplejo, pues, como si no hubiera notado el sarcasmo dijo:
-Claro que no, todos somos descendientes de Melampo y tenemos ese don, lo que sucede es que o lo hemos olvidado, o ellos no quieren hablar con nosotros.
Aquello ya era demasiado, con una precipitada excusa me despedí y el anciano, con una risita, contestó:
- Adiós, pero que coste que no estoy loco como cree. 
Al día siguiente volví, esperé largo rato, pero no apareció y tampoco vi, por ninguna parte, al cisne y lo mismo pasó en los días siguientes.
Trascurrió el tiempo y precisamente la jornada en la que se cumplía un año desde la última vez que había conversado con él, amaneció neblinosa. Empezaba a caer una ligera llovizna cuando llegué al jardín y allí estaba: sentado en su banco, dando de comer al cisne. Tenía muy buena vista, por eso hubiera jurado que donde se encontraban los dos había un resplandor, como si un rayo de sol iluminase aquella zona en exclusiva. Me acerqué y tuve la sensación de haber atravesado una puerta, aunque veía como llovía alrededor de aquel lugar, el agua no me mojaba. No pensando, por imposible, más en ello, saludé al anciano:
- Buenos días. Ha estado muchos días sin venir por aquí. –dije al llegar a su lado.
- Ah, es Ud, - contestó - ciertamente estaba en otro mundo, pero hoy me tocaba regresar.
Aunque me di cuenta de que allí, sin que supiese la causa no llovía, comenté:
- Se está calando; eso no será bueno para su salud. – dije. 
- Bah, el agua ya no me afecta. Por cierto el cisne pregunta si tiene más galletas, yo siempre le traigo maíz – dijo con una media sonrisa en los labios.
- Sí creo que llevo algunas ¿Se las puedo dar?- repliqué echando mano al bolsillo, sacando una, y tras un breve titubeo, se la di al ave.
Por un momento, desde luego era imposible, pero me pareció haberlo escuchado dándome las gracias. - Se lo agradecerá, le gustan mucho – dijo en ese momento el anciano.
Permanecimos callados por un tiempo, él mirando al ave y yo sin perder de vista a ninguno de los dos. Había algo extraño en ellos, como si no estuvieran junto a mí sino muy lejos, cosa que claramente no era así. Había tocado al cisne y sentía el roce de la chaqueta del anciano en mi brazo. Sin embargo, había algo irreal en ellos Por fin rompí el silencio:
- ¿Puedo preguntarle dónde ha estado todo este tiempo?- comenté.
- Con una vieja compañera, a la que hacía mucho tiempo que echaba de menos. Pronto la veré otra vez – contestó con la felicidad brillando en sus ojos.
- Tampoco estaba el cisne.
- Lo ha notado, estaba conmigo; ahora también es feliz.
Allí terminó la conversación, aquel día tenía que ir a hacer unas compras y se me hacia tarde.
- Perdóneme, pero hoy tengo prisa. Mañana nos veremos.
Sé que contestó algo, pero no lo oí. No hice caso ya que al fin y al cabo iba a verlo al día siguiente y entonces le preguntaría qué había dicho. 
Campaneaban las doce en el reloj de la ermita que había junto al jardín cuando llegué al lago, ni él, ni el cisne aparecieron en toda la mañana, por fin antes de irme vi al jardinero. Me dirigí a él y le pregunté:
- ¿Se acuerda Ud de mí?
- Desde luego Uds acompañaba algunas veces al pobre señor Martínez.
- ¿Pobre, por qué? Ayer estuve hablando con él y parecía muy feliz.
Me miró como si alucinase.
-Imposible, el señor Martínez falleció. Precisamente ayer hizo un año desde su accidente.
El que parecía alucinar ahora era yo, recordé lo que había pasado y nuestra conversación palabra por palabra. Debía estar confundido.
- ¿Está seguro? ¿No puede equivocarse?
- Segurísimo, miré allí está la estatua que mandó hacer el padre de la niña que salvó.
Miré hacia donde señalaba y en efecto allí estaba representado el anciano sentado en su banco dando de comer al cisne. El parecido era asombroso.
- ¿Pero qué sucedió? ¿Cómo murió?
- Fue el mismo día que estuvo con Uds hace un año. Poco después de marcharse, un bebe rubio de ojos azules, que tendría poco más de un año, se soltó de la mano de a su madre de la mano y gateó por en medio de la calzada. Una moto que venía por ella a toda velocidad la iba a atropellar, el anciano saltó, como si tuviera veinte años, corrió, se tiró en plancha sobre la pequeña, apartándola del camino del vehículo. Al mismo tiempo el cisne voló como una flecha hacia el motorista y con un aletazo lo derribó. Pero la velocidad de la maquina hizo que ésta siguiera resbalando por el suelo y mató a los dos en el acto.
- ¿Y la niña?
- Ella se salvó, y fue entonces cuando el padre agradecido encargó a un escultor la estatua y consiguió que la colocaran junto al lago. ¿Es bella verdad?
- Sí –murmuré, ocultando las lágrimas que resbalaban por mis mejillas
Claudio Aldaz Riera.


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