EL CIELO SE COMPADECIÓ
Era una tarde de nostalgia en la que se rozaba la melancolía.
Un cielo encapotado invitaba a que el corazón sacara a relucir sus más íntimos sentimientos y que el alma pusiera al descubierto sus más secretas peticiones.
Quien quiera que allí estuviera presente contemplando esas grisáceas nubes, sentiría la necesidad de despojarse de todos aquellos pensamientos o emociones que lastraban su ánimo.
Pero por esos misterios que envuelven a la naturaleza humana, todo aquello que llevamos en nuestro interior, sin saber cómo ni por qué, trasciende nuestro corazón, se escapa del cuerpo e inunda el aire que le rodea hiriendo a la mismísima naturaleza con esos sentimientos.
Y así fue cómo esos árboles, que rodeaban a alguien que estaba liberándose de su mundo interior, se hicieron eco de las plegarias de su alma y de los suspiros de su corazón y se alzaron en busca del cielo, como si ellos mismos hubieran quedado heridos por la melancolía que destilaba quien allí se encontraba.
En ese instante, en el aire se aunaron las súplicas y lamentos de un corazón necesitado y el rumor de unos árboles que, con el oleaje de sus ramas, sembraron el cielo de ecos suplicantes.
El cielo, hasta entonces impertérrito, como ajeno a esas peticiones y lamentos, empezó a resquebrajarse. No pudo resistir esa embestida en la que un corazón y la naturaleza formaban un solo espíritu y sintió que su propia alma quedó herida de esa lástima.
Iba aumentando el eco de esas ramas según iba creciendo, en el corazón que allí estaba, las emociones y los pensamientos.
Desbordadas, las nubes empezaron a retirarse formando claros en ese grisáceo cielo.
Ese espíritu suplicante había conseguido, después de mucho llamar, que el cielo le abriera las puertas.
Quien allí se encontraba, al ver el cielo abierto, al contemplar que su melancolía y nostalgia habían encontrado aposento en ese cielo al que suplicaba, recuperó un aliento de vida y miró, con optimismo, lo que le rodeaba.
Una vez más cobró vida ese misterio.
Ese corazón y espíritu, una vez amansados, transmitieron su estado a esa naturaleza que le rodeaba y, esta, recuperó la paz. Los árboles, viendo que la voz de sus ramas había conseguido el objetivo, se aplacaron y volvieron a ese estado natural en el que se dejan acariciar por el viento.
Sí, el cielo seguía siendo plomizo, pero un desgarrado corazón y una fervorosa alma consiguieron dibujar, en él, una luz, unos claros que delataban que alguien fue capaz de compadecerle.
Abel de Miguel Sáenz
Madrid, España
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