UN INCENDIO EN EL CIELO
Se cruzaron nuestros pasos aunque fuéramos en busca de distintos destinos.
Se encontraron nuestras miradas aunque ellas, perdidas, no se buscaran.
Nuestras vidas fueron esos ríos que se iban abriendo camino hasta encontrarse en el mar sin saber que se cruzarían antes de llegar.
Y ese mar en el que vivimos, lo forman las azules aguas de tus ojos, las olas de emociones que vivimos y la brisa de paz que peina nuestras almas.
Fuimos, el uno para el otro, ese sueño inesperado que irrumpió entre todos aquellos que nuestros corazones habían creado.
Precisamente por eso, por no haberlo imaginado, fue, el conocernos, realmente un sueño, una historia que no estaba escrita entre todas aquellas que nuestras ilusiones dictaron.
Pero aunque ambos fuimos presa de la sorpresa, aunque sentimos que algo milagroso latía en ese encuentro, aunque, incluso, nos asaltó la duda haciéndonos pensar si todo aquello sería el sueño de alguien que, por error, se coló en nuestros pechos, a pesar de esa niebla, nuestros corazones resistieron el embate y fijaron posiciones, uno frente al otro, sin darse la vuelta.
Poco a poco, se desvanecieron esas iniciales nubes y fue abriéndose paso la luz del corazón; empezamos a ver los contornos de ese amor, a pintar, de ilusiones, el futuro, a ser conscientes de que ese sueño era de carne y hueso y que el corazón no nos traicionaba, sino que era sincero.
Y aunque no nos lo dijimos, estoy seguro que, con el paso del tiempo, todas esas iniciales emociones, todos esos felices deseos, han ido creciendo, han dejado de ser dubitativas brasas para transformarse en inmortales llamas; llamas tan intensas y tan limpias que han sido capaces de incendiar el cielo.
Mira un atardecer y observa esos arreboles que llenan de llamas las nubes y pintan la mañana con los colores de la pasión. Pensarás que es el rostro habitual del crepúsculo, pero yo te digo que son las secuelas que dejó este nuestro inesperado amor.
Vuelvo la mirada atrás, a esos días, a esos años en los que tu nombre no sonaba entre los ecos que se perdían en mi corazón, vuelvo a mirar esos paisajes, esos horizontes, esas cimas y esos mares en los que buscaba una belleza que atenuara la ausencia del amor, y comprendo que todos esos sentimientos que en mí nacían eran, sin yo saberlo, vientos procedentes de allá donde tú te encontrabas.
Sí, somos hijos de lo inesperado, felices criaturas de esas sorpresas que depara la vida, cada cual nos habíamos escondido en el corazón del otro, en esos rincones donde habitan los milagros, pero una vez que nos hubimos encontrado, fuimos capaces de hacer, de nuestro amor, fuego, un fuego tan intenso que es capaz de incendiar el cielo.
Abel de Miguel Sáenz
Madrid, España.
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