EN LAS ENTRAÑAS DEL VERANO
Recuerdo esos paseos, al alba, cuando aún se oían los últimos suspiros de la noche, los cuerpos de las estrellas aún estaban calientes y un cielo perezoso empezaba a abrir los ojos. Mejor dicho, los sigo viviendo cada vez que el sol, mientras entierra a la luna, sale de su sepulcro y cobra nueva vida.
Aún le niego, al cuerpo, horas de sueño para contemplar esos momentos, tan especiales que es imposible olvidarlos y necesito revivirlos porque fueron cuna de pensamientos que calaron en mi alma, le dijeron cuál era su camino e hirieron al corazón grabándole el inmortal sueño del amor.
Todos esos amaneceres dejaban un brindis de luz en mi pecho y me asaltaban con tal fuerza, que me robaban el alma, para dejarla suspensa en el cielo, y el corazón huía tras sus estelas de luz, en las que se vislumbraba una femenina sombra de rostro desconocido.
Es por eso que, ahora, cuando comparto mi vida contigo, sé a dónde iban, durante esos amaneceres veraniegos, los atributos de mi pecho.
Al verano hay que rendirle visita durante esas primeras horas en las que aún se encuentra débil de fuerzas, en las que su belleza no ha desatado la pasión que encierra y se le puede mirar al rostro, un rostro que aún no se ha cubierto con su velo de fuego.
O bien, esperar a la hora opuesta, aquella en la que el corazón agotado del sol se rinde, falto de fuerzas, y ve cómo la luna coloca sobre su cuerpo el blanco sudario de las estrellas.
Y cuando el sol da una tregua y la luna exhibe su blanco brillo, es la hora del corazón y del alma, es su momento de gloria, en el que acortan ese camino que los separa, respectivamente, de su sueño y del cielo.
El verano tiene alma, sentimientos que quedan ocultos bajo sus arrolladores brazos de fuego.
Es como esas personas que esconden sus emociones, que aparentan no haberlas vivido, pero guardan, en secreto, en un rincón de su alma, un mundo de sueños que saborean a solas y en silencio.
Y el verano, bajo ese aspecto que parece no dar tregua, se reserva esos momentos de paz y silencio, esas alboradas y anocheceres en los que saca de su escondite su alma y la ofrece.
Solo hay que conocerlo, esperar a que llegue su hora para salir a su encuentro y, en esos instantes en los que deja su pecho al descubierto, puedo asegurar que el alma del verano es bella, muy bella y que ofrece los más puros sentimientos, tan puros que fueron capaces de arrancarme el alma, de dejarla suspendida en el cielo, y de arrebatarme el corazón para que huyera tras una estela en la que se ocultaba un rostro.
Abel de Miguel Sáenz
Madrid, España
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