sábado, 10 de junio de 2017

EN LOS TIEMPOS DEL AMOR DESESPERADO

"Duda de que sean fuego las estrellas, duda de que el sol se mueva, 
duda de que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo". 
William Shakespeare.

"Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están 
medio muertos". Bertrand Russell.

"El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo:
estira los minutos y los alarga como siglos”. Octavio Paz.

EN LOS TIEMPOS DEL AMOR DESESPERADO
©Todos los Derechos Reservados del Texto 10/06/2017.
Autor: Manuel F. Romero Mazziotti. Tucumán Argentina

Y, si, desde el azul cielo de tus ojos, mientras me mirabas con todo el amor del mundo, se deslizaban dos lágrimas de cristal, tallada en el crisol de tu tristeza desesperada de dejar un verdadero amor, y se estacionaban besándote con pudor, en tus labios.
Estábamos en la hermosa habitación del piso 12 del hotel de Callao y Corrientes, tantas veces testigo de nuestro amor desesperado.
Afuera, la neblina de la noche, proveniente del puerto, acentuaba la tenue melancolía de un otoño tibio, y una fina llovizna se perdía en la brisa y la penumbra de la poquísima luz que se filtraba a través de los cristales polarizados.
Estabas desnuda, sin pudor ante mis ojos que nunca se cansaban de adorarte. Solo tenías puesta una tiara de flores que te compré esa noche en Florida, después de la cena, y mi camisa blanca y casi transparente, que engalanaba la juventud de tus pechos pequeños y turgentes de niña mujer, en tu piel de caoba, con aromas y tan suaves como pétalos de amapolas.
Delgada, menuda y bella, me gustaba sostenerte en mis brazos con tus piernas en mi cintura, enredando pubis, pieles, cuerpos, alientos, boca, vida.
Con el corazón destrozado, tratando de mantener la calma y la cordura, sabía yo que era el culpable de tus lágrimas, que me partían el alma.
“Perdóname”, dijiste entrecortadamente, mirándome a los ojos, como siempre lo hacías, porqué sabias que tu primer beso, estaba en esa mirada de cielo.
Con el alma desgajada, dominando como podía la angustia y el dolor de perderte, te dije. “Nada hay que perdonar, agradezco a la vida, que me dio la alegría y el inmenso amor de haberte conocido y amado”. Y tratando de mitigar la enorme angustia que nos invadía, bebiendo tus lágrimas con mis labios, continué. “Tú, lo sabias, y yo era consiente que este momento llegaría. Prefiero mil veces sufrir por haberte amado, que mil veces morir, por no haberte conocido. Sabías, porqué te lo dije, que esto en algún momento pasaría. Cuando nos conocimos, ya te doblaba en edad, pero tu amor por mi pudo más, y vivimos un sueño hecho realidad, aprendimos a conocernos, a cuidarnos y a vivir intensamente un amor desesperado, imposible, nuestro secreto mejor guardado, casi cinco años”.
Tratando que mi voz se mantuviera firme, le dije, “Ahora, ya tienes tu título flamante de abogada, tu padre te consiguió una beca en el exterior. Todo eso lo sabíamos, lo pensamos juntos, y el momento tan temido, ya llegó. Tienes que irte y cumplir tu sueño y también el mío, de un doctorado en Derecho Internacional. Tu padre ya te envió los pasajes a París.
Pero quiero que siempre recuerdes esto: no me pidas que olvide estos momentos y no te recuerde, porque eso no sucederá, y cuando me necesites allí estaré, estés donde estés, y siempre, siempre puedes contar conmigo”.
“Ya vivimos nuestro amor, aprendiendo juntos los secretos de poder amarnos con el alma. Tú, vas a sufrir, y yo también, pero la vida es ésta, nosotros elegimos vivirla así, momento a momento. Siempre te lo repetí, cuando tu estés en la flor de tu vida, yo, seré viejo y un estorbo para ti, esa es la ley del tiempo de la vida, inmutable, y sentiré que te pierdo, irremediablemente”.
Te sentaste en la cama y con tus lágrimas como joyas cristalinas de rocío, que se deslizaban en la piel de durazno de tus mejillas, me abrazaste la espalda. Dios mío, sentía tú cuerpo tibio, tus pechos turgentes y tus lágrimas que se deslizaban por mi cuello. No pude más, te abracé y te amé como nunca lo hice con nadie.
Me dolía y mucho, pero sabía, por el bien de los dos, que sería la última vez.
Reposando desolados, cada uno pensando en el otro en un abrazo de nuestros cuerpos que parecían conjugados en uno solo, nos dormimos.
Me desperté, como es mi costumbre, muy temprano, y te miré.
Eras un ángel, mi ángel.
Tu largo cabello de trigo y miel se enredaba en tu cara, solo veía tu nariz respingada y escuchaba tu acompasada respiración.
Me levanté y me vestí en silencio, saqué la cajita del anillo que te había comprado por Florida, el día anterior, sin que lo supieras, escribí una pequeña nota que decía,” Te amo, gracias por la vida que me regalaste”, lo guardé en tu cartera y silenciosamente, me fui. Pagué todos los gastos del hotel y salí afuera.
Ya no llovía, pero sentía frio, en el cuerpo y en el alma. Desgarrado por el amor perdido y vivido con ¡tanta y verdadera intensidad!, que se había hecho carne en mi carne, y dolor en mi conciencia.
Tomé el primer vuelo que salía, y volví a mi vida de todos los días.
Y como ráfagas de aromas de tu piel que se llevó parte de mi vida, pasaron veinte años, de aquel amor pura pasión, consiente, secreto, desesperado.
Y, ya con nuestras vidas vividas por diferentes senderos, sucedió.
En una mañana cálida bastante temprano, en un lugar que no llueve nunca, estaba yo sentado con mi abogado y un despachante de aduanas, esperando en una coqueta antesala en un moderno edificio en la Ciudad de Iquique, en Chile, en la Zona Franca de Libre Comercio. Cada uno de nosotros concentrados en mis negocios de importación.
Esperábamos para firmar unos convenios comerciales con unos empresarios chilenos, y poder usar los puertos de ése País para descargar mis contenedores procedentes de la costa oeste de U.S.A.
Una coqueta y bella secretaria, que conversaba y miraba con demasiada amabilidad a mi joven, inteligente y apuesto abogado, muy amable, nos invitó a pasar al salón de reuniones.
Nos presentamos y nos acomodamos, dispuestos a hacer buenos negocios.
Nuestro anfitrión, el ingeniero Wagner, dijo” tengan la bondad de esperar unos minutos”, y sonriendo, agregó, “mi asesor legal está llegando, está un poquito demorado, por la familia”.
Mientras saboreábamos unas ricas tazas de café colombiano, que trajo la agraciada secretaria de nuestro anfitrión e intercambiaban sonrisas con Eduardo, mi abogado y enfrascados en una amena conversación, de pronto, mi corazón casi se detuvo, cuando te vi.
Llegabas sonriente, apurada, pidiendo disculpas por la demora, y me viste. Algo de un pequeño rubor y de fuego se cruzó en nuestras miradas, que se notó en el infinito momento que duró, y se hizo un corto silencio en la sala, que interrumpió nuestro anfitrión, con una sonrisa, “Es mi esposa”, dijo, sonriente, nuestros niños siempre la demoran”. ¿”Se conocen?” indagó, más que preguntó.
Ella se dio cuenta y enmudeció. Y yo contesté, “Si, con su esposa nos conocemos de hace mucho tiempo, yo soy amigo de su padre, su empresa me provee de lubricantes. Me acerqué y te di un beso fugaz en tu mejilla, y expliqué, “La señora, cuando muy jovencita ayudaba a su padre en su oficina, era muy bella, pero no tan hermosa como ahora”. Cosa que era verdad. Algunas sonrisas distendieron el momento, y nos sentamos a charlar.
La verdad, estaba muy feliz de verte, te habías doctorado en lo que yo te aconsejé y estabas muy felizmente casada, cosa que yo también anhelaba.
A pesar de tus cuarenta, tu belleza se mantenía incólume, con ese bello trajecito sastre de pollera corta, tus ojos que envidiarían el Adriático y tus finos anteojos con montura de oro, eras todavía más bella, con esos aires de mujer culta, inteligente y decidida. Cuando me acercaste con una sonrisa las carpetas para firmar, miré tus manos, tan conocidas por mi cuerpo y en las huellas que dejaste eternamente en mi piel. Y sonreí.
Llevabas con elegancia el anillo que te regalé en aquélla bella, triste pero necesaria despedida. Hacía casi veinte años.
Almorzamos todos juntos con una amble invitación de la empresa de tu esposo. Te sentaste frente a mí en el coqueto apartado del restaurante y mientras charlábamos todos, inesperadamente, sentí tu pie que me acarició mis rodillas, mientras me mirabas con una tibia sonrisa. ¡Dios! Casi tiro la copa de vino.
A la tarde, terminada la reunión, todos contentos, negocios en marcha, nos despedimos.
Me diste un suave beso en la mejilla y rápidamente me pusiste algo en el bolsillo del saco.
Ya en el avión, observando las enormes montañas nevadas de los Andes que nos separaban, busqué en el bolsillo y lo vi. Es un recuerdo que atesoro y guardaré para siempre.
Era la pequeña nota que te dejé, amor, cuando me fui, aquella mañana en Buenos Aires, en la cajita del anillo que todavía usabas, con un pequeño agregado, que tú escribiste. “¿Te acuerdas de esto? yo te lo debo ahora. A ti.
Te amaré siempre, gracias por la vida que me regalaste”.
Cerré los ojos. Y un poco melancólico, sonreí.
La verdad, no quería recordar.
©Todos los Derechos Reservados del Texto 10/06/2017.
Autor: Manuel F. Romero Mazziotti. Tucumán Argentina

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